CUENTOS

Indice

-La confersión de Robles

-La desventura del señor Soucheiron

La confesión de Robles

Coll era un imbécil sin posibilidad de redención a los ojos de Dios. Él y David siempre encontraban la manera de hacerme perder la cabeza. Recuerdo, como si fuera ayer, esa mirada burlona en sus ojos cuando me veían llegar; la asquerosa forma en que susurraban en mi presencia, mientras me miraban de reojo con sorna. Solo para, acto seguido, foguearme con la más patética y desagradable risa que haya tenido la desdicha de oír un ser humano, más parecida al sonido que produciría un chimpancé al ser atropellado por una locomotora descarrilada que a la carcajada de un ser civilizado.

No obstante, ellos dos constituían casi la totalidad de mi vida social, y habiendo sido yo un niño solitario —incluso me atrevería a decir que un marginado— no me resultaba fácil desprenderme de su compañía. Ese dúo de blatodeos, que entre los dos no sumaban ni media persona pensante, se hacían llamar mis amigos. Su concepto de “amistad”, en mi opinión, era un tanto retorcido. A continuación, expondré un ejemplo de sus actividades joviales predilectas:

Un viernes me llamaron de madrugada. Reconocí enseguida la pedante vocecilla de Coll y la inconfundible risita (más bien maligna) que David intentaba contener en vano.

—Coll: Buenas noches, ¿el señor Robles?

A pesar de comprender el trasfondo de la situación casi de inmediato, respondí:

—Soy yo, ¿quién es?

—Coll: Soy el doctor Cañarte. Le llamo del hospital; su madre ha sufrido un accidente laboral y usted es su contacto de emergencia.

Me horroricé, no porque creyera una sola palabra de lo que el supuesto doctor Cañarte decía, sino por el evidente mal gusto de la “pequeña broma” que estaban llevando a cabo esos malnacidos fetos de coyote pisoteados. Aun así, quizás por curiosidad, o porque la estupefacción me impidió reaccionar apropiadamente, continué escuchando.

—Coll: Está grave, ¡Válgame Dios! No me extraña, ¡ha sido una caída tremenda! Su madre estaba en su lugar de trabajo, “La Perrita sin Bozal”, cuando cayó repentinamente de la barra de striptease… 

En ese momento, la locomotora se acercaba a toda velocidad hacia el pobre chimpancé, y la señal se cortó un solo segundo después de la inevitable colisión. Me quedé un minuto de reloj con el móvil en la oreja, incrédulo y triste más que enfurecido. Aún resonaba en mi cabeza el eco de esa carcajada impía.

El ejemplo anterior es solo una de las múltiples ocasiones en las que sufrí siendo el objetivo de los divertimentos de mis supuestos amigos, divertimentos que solían ser, por lo general, breves interacciones y nunca verdaderos planes organizados. Por eso me extrañó cuando me ofrecieron ir a explorar la cueva.

 

Habíamos salido de Mahón a las siete de la tarde. A esta hora, en invierno, el sol empezaba a ponerse, por lo que calculé que llegaríamos al lugar donde se encontraba la cueva sumidos en la negrura total de aquella noche sin luna.

Yo conducía el viejísimo Seat Panda que me dejó en herencia mi abuela. David, sentado en el asiento del copiloto, dejaba salir parte de su cabeza por la ventanilla abierta, por la que entraba el aire frío de enero. Al levantar el flequillo sobre la cabeza, dejaba entrever su avanzada y prematura calvicie. Coll estaba sentado en el asiento trasero, inmediatamente tras mi espalda. Como siempre, vestía de negro; apenas podía vislumbrar su silueta en la oscuridad del coche. La carretera estaba prácticamente vacía; pensé que tenía eso en común con las testeras de mis pasajeros.

 

A medio camino, los muy desgraciados empezaron a contar historias de demonios sobre el lugar al que nos dirigíamos. Yo me sentía hueco y cansado; sus relatos de fantasmas no despertaban ninguna emoción especial en mí. Sin embargo, fingí impaciencia y ansiedad. Ellos continuaban recreándose en las siniestras leyendas del sitio. Poco podía imaginar cuán proféticas serían sus palabras. Finalmente, llegamos a un claro, donde la entrada de la cueva se alzaba ante nosotros como una pequeña abertura azabache, casi como un ojo inerte que nos observaba desde las profundidades de la tierra. Su tamaño era inquietantemente reducido, como si intentara retener lo que acechaba en su interior. La luz de las estrellas apenas se filtraba a través de las nubes, haciendo que el entorno pareciera más sombrío y opresivo. Coll, emocionado, se adelantó y comenzó a relatar una historia sobre la última persona que había entrado, pero su voz se apagó al sentir el aire helado que emanaba de aquella oscura hendidura. A pesar de mi aparente indiferencia, una punzada de inquietud me recorrió la espalda. Miré a David, que permanecía en silencio, su rostro pálido apenas iluminado por la tenue luz del faro del coche. La oscuridad de la cueva parecía llamarlo, como si ya conociera sus secretos. Un susurro extraño atravesó mi mente, una voz que solo yo podía oír, advirtiéndome que cruzar ese umbral podría ser mi última decisión como ser humano. Pero después de todo, para eso había venido.

 

Al cruzar el umbral de la cueva, fui recibido por un aire denso y frío que se apretaba a mi alrededor, como si la oscuridad tratara de asfixiarme con su manos gélidas. La estrecha entrada se transformaba rápidamente en un pasillo angosto que se curvaba hacia adentro, haciendo que la luz de nuestras linternas apenas alcanzara las paredes húmedas, pero nunca una esquina. El suelo estaba resbaladizo, una mezcla de barro y agua estancada que producía un sonido sordo bajo mis pies, como si cada paso fuera el eco de un sollozo amargo. Un hedor penetrante invadía mis fosas nasales, un olor ajeno, a cerámica y descomposición. Era como si la cueva hubiera sido un santuario para las criaturas que alguna vez habitaron allí, y su esencia se hubiera impregnado en las paredes, y en el aire que respiraba. La combinación del olor a tierra húmeda y algo podrido era abrumadora, haciendo que mis sentidos se agudizaran y mi mente empezara a divagar entre extraños pensamientos. Coll iba delante, como siempre; le seguía David, y yo estaba a la retaguardia de nuestra pequeña ofensiva. Me repugnó imaginarnos a los tres como un gusano gigantesco, del cual yo sería la cola. Creo que esa idea era más repulsiva por el hecho de formar parte de un mismo ser con esos malnacidos que por el insignificante detalle de que dicho ser fuera un gusano.

 

Las paredes parecían cerrarse a mi alrededor, pulsando con vida propia, como si la cueva estuviera respirando conmigo. A medida que me adentraba más, el pasillo se torcía y se ensanchaba en ciertas partes, revelando pequeñas cámaras llenas de escorpiones. En esos tramos de mayor amplitud, el aire se volvía aún más pesado, como si el tiempo se detuviera y la cueva tratara de atrapar cada respiro que daba. La claustrofobia me invadía, y una voz susurrante en mi mente me advertía que había algo más que solo roca y sombra en aquel lugar. Mis compañeros eran rápidos. Avanzaban a través de la cueva a gran velocidad, como si siguieran una ruta mil veces transitada. Parecía como si usaran algún tipo de ecolocalización para sortear los obstáculos del camino; yo apenas podía seguirles y me tropezaba o resbalaba cada pocos pasos. Ellos iban hablando y riendo estruendosamente, sin mostrar el mínimo respeto por el lugar en el que nos encontrábamos. Yo caminaba en silencio, inmerso en mis pensamientos, mirando el suelo embarrado. Unas palabras acudían repetidamente a mi cabeza: «La senda de la derrota total».

De pronto, me di cuenta de que Coll y David habían desaparecido. ¿Cómo no me había percatado? Seguramente habían aumentado progresivamente la velocidad, de modo que yo, perdido en mi propia mente, no advertí su lejanía. Recordé entonces sus molestos alaridos mientras se alejaban, como cuando alguien te habla mientras te encuentras distraído y tu mente no procesa sus palabras hasta muchos segundos después. De hecho, al recordar la voz de David, su eco resonó tan claramente en mi memoria que, por un momento, pensé que realmente lo estaba oyendo. Pero eso solo demostraba cuán profundo era el silencio a mi alrededor.

Sentí que cada paso que daba se amplificaba de manera grotesca, resonando en mis oídos como un tambor dentro de una catedral vacía. El aire, antes frío y húmedo, se había vuelto más denso, casi sofocante, como si estuviera cargado de una presencia invisible que se cernía sobre mí.

 Miré a mi alrededor con la linterna temblando en mi mano, pero todo lo que veía eran sombras interminables que parecían moverse por sí solas. El suelo seguía resbaladizo bajo mis pies, y el barro me atrapaba los zapatos como si quisiera absorberme lentamente en la oscuridad. Sentí un nudo en el estómago, una sensación de inquietud que no podía ignorar. Sabía que algo estaba mal, que esto ya no era solo otra maldita broma de Coll y David. Intenté llamarlos, pero mi voz sonó débil, perdida en la vastedad de la cueva. Era como si las paredes absorbieran mis palabras, dejándome con la certeza de que nadie me escuchaba. A pesar de todo, mi mente insistía en racionalizarlo: «Se han adelantado demasiado, estoy seguro que están esperando más adelante, escondidos, riéndose de mí». Pero en lo más profundo de mi ser, sabía que eso no era cierto. Di un paso adelante, y el eco de mis propios movimientos me devolvió un reflejo distorsionado, como si la cueva estuviera burlándose de mi miedo. Mientras avanzaba, cada paso me llevaba más y más lejos de la seguridad, pero no había vuelta atrás. Tenía que encontrarlos, tenía que saber qué había pasado.

 

A medida que seguía caminando, noté que el aire comenzaba a cambiar. Ya no solo era pesado, sino que traía consigo un olor extraño, nauseabundo, como carne podrida mezclada con humedad. El hedor era tan intenso que tuve que cubrirme la boca con la manga de mi chaqueta. Sentí náuseas, y una especie de vértigo se apoderó de mí. Mis pasos se volvieron erráticos, tambaleantes, y de repente me di cuenta de que no sabía en qué dirección estaba yendo. ¿Había dado la vuelta sin darme cuenta? ¿Estaba caminando en círculos? El suelo empezó a inclinarse, y me encontré descendiendo por un estrecho pasadizo. Las paredes parecían cerrarse a mi alrededor, tan cerca que apenas podía extender los brazos sin tocarlas. Mi respiración se hizo más rápida, y el pánico comenzó a apoderarse de mí. Mi sombra se hacía más larga y distorsionada, moviéndose a un ritmo que no coincidía con el de mi linterna. Fue entonces cuando escuché un sonido. No era el eco de mis propios pasos ni el susurro del viento en la cueva. Era un murmullo, bajo y gutural, que parecía provenir de todos lados a la vez. Me detuve en seco, mi corazón latiendo con fuerza en mis oídos. Sabía que estaba completamente solo, pero esa voz… no podía estar seguro de si la había imaginado o si algo —o alguien— me estaba observando en la oscuridad.

—¿Coll? ¿David? —murmuré de nuevo, esta vez con la voz apenas convertida en un susurro. No esperaba una respuesta, pero aún así… esperé. Lo único que escuché fue el eco lejano de mi propia voz. La soledad se hacía cada vez más palpable. El terror me paralizó, y supe, con una certeza gélida, que esos desgraciados no estaban esperándome más adelante. Y entonces, lo vi. Algo se movió en las sombras. No era un reflejo, no era mi imaginación. Era algo real, algo que acechaba en las profundidades de la cueva. Apenas distinguí su forma, pero sentí su mirada, fija en mí, como si hubiera estado observándome todo este tiempo. Retrocedí un paso, pero mis piernas flaquearon, no por miedo, sino por ansiedad, la ansiedad de un cazador que se enfrenta a una presa difícil.  ¡Estaba harto, tantos años de ser “nadie”, solo para morir patéticamente a manos de un ente desconocido! Todo el sufrimiento que había soportado, la vida injusta que había llevado a cuestas, la soledad, la incomprensión ¿Y ahora esto? ¡No quería morir así! Una chispa de rabia encendió un infierno de cólera. Mi corazón latía con tanta fuerza que el miedo fue sustituido por una furia ardiente. Apreté los puños con tanta fuerza que las uñas se me clavaron en las palmas. Esa cosa, esa maldita sombra, lo que fuera, se estaba burlando de mí. ¡No me iba a quedar allí esperando ser su presa!

 —¡Sal de ahí, maldito demonio! —grité con una mezcla de desesperación y locura, mi voz resonando como una detonación en la cueva. Mis piernas, temblorosas de miedo un momento antes, se lanzaron hacia adelante con una energía que no sabía que tenía. Corrí hacia la sombra, con la linterna temblando en mi mano. La luz apenas alcanzaba para iluminarla, pero sabía que estaba ahí. Lo sentía. Por momentos, podía ver en la oscuridad, esa demoníaca sonrisa burlona ¡Solo pensaba en borrarla de su inmunda cara! 

La figura se movía entre las sombras como si se deslizara sobre el aire, y cada vez que me acercaba, parecía desvanecerse, como si jugara conmigo. Pero no me detuve. No podía detenerme. Algo dentro de mí había roto cualquier barrera de razón que aún quedaba. Tenía que cazarlo, aplastarlo, obliterarlo, machacarlo, destruirlo, destrozarlo, acabar con esa criatura que había llenado mi mente de horrores. Me movía torpemente, tropezando con las piedras y el barro, pero seguía persiguiendo esa cosa, esa maldita sombra malvada que se burlaba de mí a cada paso. Caía y me levantaba con una inercia sobrenatural. ¡Podía escuchar su risita!

—¿De qué te ríes, hijo de puta? ¡Acabaré con toda tu especie, te voy a matar!— 

Sentí el sudor frío correr por mi espalda, pero mi cuerpo no respondía al cansancio. Lo único que ocupaba mi mente era destruir a esa cosa. Corría y gritaba en la oscuridad, mis alaridos eran ecos de pura locura. Y entonces, de repente, la sombra se esfumó por completo. Me detuve, jadeando, mirando a mi alrededor frenéticamente. ¿Dónde se había metido? El silencio volvió a reinar sobre mis jadeos, opresivo, como una manta húmeda que me cubría por completo. Mis pulmones ardían y mi corazón seguía retumbando en mis oídos, pero ya no había rastro de la sombra. Ni siquiera el eco de mis pasos resonaba como antes. Todo estaba tan… quieto. Fue entonces cuando me di cuenta de algo que no había notado durante mi frenesí: la luz. Frente a mí, en la distancia, un tenue resplandor. ¿La salida? No me lo pensé dos veces y me lancé hacia ella. A cada paso, la claridad aumentaba. El aire comenzó a volverse más fresco y respirable, y sentí una ligera brisa en la cara. ¡La salida! Al final del túnel, el cielo nocturno se extendía ante mí. Salí a trompicones, cayendo sobre la hierba húmeda y fría del exterior. El viento soplaba suavemente, llevándose consigo la asfixiante pesadez de la cueva. Me puse de pie, jadeando, mirando a mi alrededor.

—¡Coll! ¡David! —grité, con la esperanza de que los imbéciles estuvieran cerca. Mi voz, sin embargo, parecía más débil, como si el eco hubiera desaparecido del mundo exterior también. Saqué el móvil rápidamente del bolsillo y miré la pantalla: sin señal. El miedo volvió a atenazarme, pero no era el mismo miedo de antes. Era una angustia más profunda, un pánico ante la idea de estar verdaderamente solo. Intenté caminar en círculos, buscando desesperadamente algún rastro de ellos.

—¡Coll! ¡David! —grité de nuevo, esta vez con más fuerza, esperando que alguna respuesta surgiera entre los árboles o que el teléfono por fin captara señal. Pero nada. El silencio era total, incluso en la naturaleza.

De repente, una horrible sensación recorrió mi columna vertebral. Lentamente, giré la cabeza para mirar hacia la cueva, o al menos hacia donde creía que estaba. Pero la entrada… ya no estaba.

Parpadeé, incrédulo. Retrocedí unos pasos, buscando el agujero en la roca donde había salido hace apenas unos minutos. El sudor volvió a empapar mi frente. ¿Cómo podía no estar? ¿Era posible que hubiera corrido tanto en mi frenesí que saliera por otro lado? Pero no… debía estar allí. Me acerqué al lugar donde debía estar la abertura, palpando la fría superficie de la roca, buscando algún hueco, alguna grieta. No había nada.

El pánico se apoderó de mí. Mi respiración se volvió errática. ¿Había soñado con la cueva? ¿Había siquiera entrado en ella? ¿Coll y David? ¿Habían existido? Intenté encender el móvil de nuevo, esperando ver alguna barra de señal, pero la pantalla seguía inerte, sin conexión, como si el mundo mismo me hubiera dejado atrapado en un rincón que no debía existir. Me quedé allí, de pie, sintiendo que la realidad misma se desmoronaba a mi alrededor.

El viaje de vuelta a casa fue… vacío. No sentía nada. Mis manos estaban al volante, mis ojos fijos en la carretera, pero por dentro, no había nada. Ningún pensamiento. Ningún remordimiento. Casi parecía que mi mente estaba flotando fuera de mi cuerpo, observándome desde arriba, ajena a lo que había sucedido en la cueva. ¿Coll y David? Sus nombres me sonaban distantes, como si fueran personajes de un libro que había leído hace tiempo, pero cuya historia ya no recordaba del todo.

 Cuando llegué a casa, tiré las llaves sobre la mesa y me dejé caer en el sofá. La casa estaba oscura, silenciosa. El tiempo parecía haberse detenido en el mismo punto desde que había salido a esa excursión al hades. Me quedé allí, mirando el techo, sin moverme. Había algo profundamente desconcertante en la tranquilidad que sentía. No era normal, lo sabía. Debería estar angustiado, gritando, llorando… algo. Pero no. Era como si nada de lo que había pasado tuviera importancia. Sin embargo, había algo que me inquietaba. No podía sacudirme la extraña sensación de que Coll y David… no existían. Como si fueran un sueño borroso que se desvanecía lentamente de mi memoria. Me levanté del sofá con una sensación incómoda en el pecho y fui directo a mi habitación. Tenía que estar seguro. Tenía que saber si alguna vez habían sido reales.

Busqué en mi móvil hasta encontrar una foto en la que estábamos los tres. Allí estaban, sonriendo, riéndose en una fiesta. Pero no era suficiente. Me quedé mirando la foto durante lo que parecieron horas, tratando de convencerme de que esas dos personas realmente habían estado conmigo. ¿Y si nunca habían existido? ¿Y si todo lo que pasó en la cueva fue solo una ilusión?

Con el paso de los días, esa duda se afianzaba más y más. Cada vez que pensaba en ellos, algo dentro de mí susurraba que Coll y David no eran más que figuras creadas por mi mente. Sin embargo, siempre volvía a mirar las fotos. Eran la única prueba tangible de que en algún momento habían estado allí. ¿O tal vez no? Empecé a preguntarme si esas imágenes eran fabricaciones también, manipulaciones de mi propia mente para dar sentido a un vacío insondable. Una tarde, mientras repasaba las fotos por enésima vez, el teléfono sonó. Me sobresalté. Algo se removió dentro de mí, como si el mundo a mi alrededor hubiera cobrado vida de repente. El periódico, pensé. Lo leí con la misma frialdad que había sentido todo el tiempo. Desaparecidos. Pau Coll y David Riudavets, desaparecidos. Me quedé mirando las palabras impresas en tinta negra, incapaz de sentir siquiera una punzada de culpa. Sin embargo, algo en mi interior comenzaba a quebrarse. No fui a la policía. No le conté a nadie que habíamos quedado esa noche. A nadie le dije que había sido la última persona en verlos. No podía. No era el miedo a que me descubrieran. No, era algo más profundo. Era como si cualquier confesión rompiera la frágil estructura de mi cordura. No podía aceptar que habían estado conmigo. Porque, si lo hacía, significaría aceptar que algo verdaderamente horrible había sucedido.

Y luego, empezaron los fenómenos. La primera noche, me desperté con el sonido de pasos en el pasillo. El reloj marcaba las 3:33 a.m. Los pasos se acercaban. Me quedé inmóvil en la cama, la respiración entrecortada. Sentía que alguien estaba allí, al otro lado de la puerta, observándome. Pero cuando me levanté para comprobar, no había nada.

A la siguiente noche, las luces de la casa comenzaron a parpadear. El frío era insoportable, incluso cuando la calefacción estaba encendida. Y luego los susurros. Voces apenas audibles que venían desde la oscuridad, llamándome. Sonaban como Coll y David, pero al mismo tiempo, algo en esas voces era monstruoso, antinatural, ¿Coll y David? ¿Así era su voz? No podía recordarla, pero cada vez que oía, o creía oír las voces, sabía que eran ellos, o algo haciéndose pasar por ellos. A veces, oía risas, esas risas de mono con las que, ya antes, siempre me atormentaban. Lo peor vino después. Me levanté una mañana para encontrar las fotos de Coll y David alteradas. Sus rostros en las imágenes habían cambiado. Las sonrisas ahora parecían macabras, torcidas de manera imposible. Sus ojos parecían seguirme por la habitación, vigilándome. Pero a pesar de todo esto, mi mayor miedo era que la gente supiera. Que alguien se diera cuenta de que yo había estado con ellos esa noche. Cada vez que veía a alguien por la calle, me preguntaba si ellos sabían. Cuando un vecino me saludaba, el terror se apoderaba de mí. ¿Lo sabían?. ¿Sabían lo que había pasado? Me sentía vigilado constantemente, como si la realidad misma estuviera desmoronándose a mi alrededor, revelando la verdad oculta bajo una fachada de normalidad. La paranoia me consumía. Sabía que tenía que deshacerme de cualquier rastro, cualquier conexión con Coll y David. Pero algo más profundo me retenía. Había una parte de mí que no podía soltarlos, que aún necesitaba recordar “algo”. Pero entonces sucedió.

 

Estaba sentado en mi habitación, mirando otra vez la foto de Coll y David. ¿Eran reales? Me costaba creerlo. Parecían figuras vagas de un sueño mal recordado. ¡Espera, ahora no sonreían! Sus caras estaban serias, disgustadas, incluso me pareció distinguir un atisbo de miedo en sus rostros. Me puse en pie, y en ese momento escuché la puerta principal abrirse. Mi madre había llegado.

Sus pasos sonaban arrastrándose por el pasillo, como todas las noches. Sentí que algo estaba fuera de lugar, pero no lograba descifrar qué era exactamente. Me levanté, como en automático, y avancé hacia la cocina. Todo se sentía frío, pero no era solo la temperatura.

—¿Mamá? —pregunté, mi voz salió más débil de lo que esperaba.

—Sí, hijo, estoy en la cocina —respondió ella, con ese tono familiar, pero algo… algo no encajaba.

Caminé en la penumbra del pasillo, me acercaba a la esquina del comedor, cuando mi madre continuó hablando desde la cocina.

—Mañana tienes turno de mañana o de tarde?

—Sigo de vacaciones— Contesté.

Cada paso se sentía más pesado, más difícil. 

El aire estaba cargado de una incomodidad que no podía explicar. Cuando llegué a la puerta, vi la luz encendida, pero ella no estaba allí. El lugar estaba completamente vacío.

Me quedé parado, perplejo. ¿Acaso me lo había imaginado? O tal vez había salido sin que me diera cuenta. Traté de tranquilizarme, pero no lo lograba. El aire en la cocina estaba viciado, denso… casi irrespirable.

De repente, escuché la puerta de nuevo, el mismo sonido, como si acabara de abrirse otra vez. Me giré hacia el pasillo, una sensación helada me recorrió la columna. Caminé rápidamente hacia la entrada, con el corazón acelerado, pero entonces, noté un cambio detrás de mí.

La luz de la cocina se apagó.

Me detuve en seco y miré hacia la oscuridad que ahora envolvía la cocina. El estómago me dio un vuelco. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Esa luz estaba encendida hace un segundo. ¿Qué coño estaba pasando?

Escuché la puerta abrirse de nuevo. Me giré otra vez hacia la entrada, y vi a mi madre entrando. Cerró la puerta con una sonrisa en el rostro, como si nada extraño hubiera ocurrido.

—Hola, cariño —dijo, con su voz cálida.

No podía creer lo que estaba viendo. Todo mi cuerpo temblaba. ¿Había oído la puerta dos veces? ¿Había visto la luz apagarse sola? Sentía el pánico subir por mi garganta, ahogándome, mientras mi mente trataba de racionalizar lo irracional.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, mirándome como si yo fuera el raro.

No sabía qué responder. Todo estaba mal. Mis pensamientos se agolpaban, pero no encontraba las palabras. Retrocedí un paso, con la cabeza dando vueltas.

—Nada… —respondí en un susurro, apenas consciente de lo que decía. Pero mi mente estaba al borde del colapso.

Mi madre me miraba como si nada fuera extraño, pero su rostro… algo en su rostro no estaba bien. Sus ojos azules ahora parecían más oscuros, casi negros, y una membrana invisible parecía cubrir sus facciones, como si no fuera ella. O tal vez era yo el que ya no sabía lo que era real.

 

La presión en mi cabeza se hizo insoportable. Las paredes parecían moverse, el suelo tambalearse bajo mis pies. La luz de la cocina volvió a parpadear, como si el lugar entero estuviera colapsando a mi alrededor.

—Coll… David… —murmuré, como si decir sus nombres fuera una última esperanza para aferrarme a la realidad.

Mi madre seguía ahí, pero ahora me observaba con unos ojos que no eran los suyos. No podía ser ella. No podía ser real. Algo estaba terriblemente mal, y lo peor de todo es que yo no sabía si era este mundo el que había perdido el rumbo, o si era yo.

La vi caminar hacia la cocina. Cada paso que daba parecía resonar como una sentencia de muerte, cada crujido del suelo se sentía como el eco de una realidad distorsionada. Esa no era mi madre. Algo en la forma en que se movía, tan fluida, tan ajena, me aterraba.

Me quedé inmóvil por un segundo, observándola mientras sacaba platos, tal como lo hacía todos los días. Pero, al mismo tiempo, todo se sentía distinto. El aire vibraba, y mi corazón latía a un ritmo desenfrenado. Las cosas ya no eran lo que parecían.

Me deslicé hacia el comedor, manteniendo mis ojos fijos en ella, sin atreverme a parpadear. Empecé a recordar las sombras en la cueva, los ecos que me perseguían, la sensación de que algo se había quedado conmigo, algo oscuro, algo que había seguido mis pasos hasta casa. ¿Había salido realmente de la cueva? No estaba tan seguro.

Un pensamiento me golpeó con la fuerza de un tren. Esta no era mi dimensión. Algo cambió en el momento en que vi a Coll y David desaparecer en la oscuridad. Este lugar no era mi hogar, y esa cosa en la cocina no era mi madre. Era algún tipo de criatura interdimensional, una sombra que usaba su cuerpo como disfraz, que me observaba con ojos que solo fingían ser humanos. Empezaba a notar los detalles: la piel que parecía más pálida, los movimientos que eran un poco demasiado precisos, demasiado calculados, como si estuviera actuando, con algún propósito macabro. 

 

El pánico comenzó a filtrarse por cada poro de mi cuerpo. La cueva. Todo había empezado allí. Ese era el portal, y ahora estaba atrapado en esta realidad corrupta, donde todo se desmoronaba a mi alrededor.

—Hijo, ya está la cena —dijo mi madre con un tono que pretendía ser cálido. Pero no lo era. No había emoción real en esas palabras. Solo una máscara de normalidad para engañarme, para hacerme creer que todo seguía igual. Ella se giró lentamente, con un plato en las manos, caminando hacia mí. Observé la comida, claro, Lasaña, mi comida favorita, ¿Cómo no?, a estas alturas era demasiado evidente, además, la lasaña tenía un aspecto anormal, ¡Horrible! Esa cosa palpitaba, se retorcía sobre el plato.

Levanté la vista. Un destello. Algo en sus ojos, algo oscuro y profundo, como el vacío entre dimensiones. No podía moverme, paralizado por el terror. ¿Qué quería de mí? ¿Iba a matarme? ¿Iba a atraparme aquí para siempre, prisionero de esta versión corrupta de mi vida? ¿Quería acaso consumir mi esencia? ¿O acaso estaba dentro de mi mente? Si la respuesta a esa última pregunta era afirmativa debía hacer algo para despertar.

 

Mis manos comenzaron a temblar, pero dentro de mí algo estalló, un instinto primitivo de supervivencia que me gritaba que tenía que despertar. La adrenalina recorrió mi cuerpo como un torrente. La vi acercarse con el plato, pero todo lo que yo veía era a ese ser, retorcido, una amenaza imposible de ignorar. Tenía que detenerla.

Antes de que me diera cuenta, ya había agarrado un cuchillo de la mesa. Mis movimientos eran fluidos, como los de una máquina perfecta, sabía lo que tenía que hacer. Cuando ella estuvo lo suficientemente cerca, todo lo demás desapareció. Solo éramos ella y yo, cazador y presa.

Sin gritar, en silencio, un movimiento rápido, preciso e impoluto, le hundí el cuchillo en el cuello y allí supe que mi destino era ser un héroe.

¡Lo sabía! No había sangre, en vez de eso una especie de sombra reptaba desde la abertura, al ver esto me enfurecí, yo ya no estaba allí, mi mente había cruzado a otro lugar. La atacaba con una rabia ciega, sin detenerme, una y otra vez, sintiendo cómo el filo atravesaba su carne y rasguñaba sus huesos, pero yo no la veía a ella. Solo veía la sombra.

Cuando finalmente me detuve, jadeando, el silencio cayó sobre la casa como una losa. 

No podía quedarme allí. Las paredes parecían cerrarse sobre mí. Sin pensarlo dos veces, salí corriendo de la casa, mis pies apenas tocaban el suelo mientras huía hacia la oscuridad de la noche.

Tenía que escapar, tenía que alejarme de todo. Lo había hecho. Había ganado el juego. O Tal vez solo me había condenado más.

No importaba. Solo sabía que tenía que ir de vuelta hacia la cueva.

Corrí sin mirar atrás, el aire frío de la noche golpeaba mi rostro y las luces de las farolas parpadeaban, como si el mundo a mi alrededor se estuviera descomponiendo. Mis pasos resonaban como una horrible música extraña en las calles vacías, cada golpe de mis pies contra el suelo parecía una nota musical de un instrumento arcano y desconocido. Tenía que volver a la cueva. Esa era la única salida. Si lograba regresar, podría reparar lo que fuera que se había roto en esta dimensión. Volvería a mi mundo, donde las cosas tenían sentido.

Cada persona que cruzaba mi camino, sin embargo, era un recordatorio de que todo estaba mal. Los veía en todos lados, las figuras ilógicas de sus cuerpos,y los ojos que brillaban con una maldad indescriptible. 

—Muerte, muerte—

El primero que tartó de cortarme el camino fué un encorvado y astuto diablillo, con una sospechosa bolsa en su mano, al principio, dudé, pero sus ojos… esos malditos ojos. Eran negros, vacíos, no había vida en ellos, solo oscuridad. 

—¡No debo dejarle tiempo para hablar, solo quiere engañarme!—

Sin pensarlo dos veces, apreté el cuchillo que aún llevaba, y antes de darme cuenta, ya lo había atravesado. El diablillo encorvado no tuvo tiempo de reaccionar, cayó al suelo como un saco vacío, el cuchillo se quedó incrustado en su cráneo, la bolsa rodó, y yo seguí corriendo.

Recaí en la pequeña franja que formaba la luna creciente, pero de pronto empezó a oscilar a toda velocidad, pero no tenía tiempo ni siquiera para sorprenderme, pues una bestia oscura, cubierta de espinas, se desplazaba reptando a mi alrededor a gran velocidad, sus movimientos eran impredecibles y espasmódicos, y emitía un repulsivo sonido, que penetraba en mis odios, como un dardo en llamas.

Esperé el momento oportuno, la bestia dudó ante mi evidente tenacidad, y entonces salté sobre su cuello, ¡asfixié al monstruo con mis propias manos, sus gimoteos eran ridículos, pero al fin se calló!

De golpe sentí un golpe en la espalda, una visión espantosa se cernía sobre mí, ¡Una especie de muñeco embrujado trataba de acabar conmigo! No obstante demostré mi poder otra vez, pude tirarlo al suelo y aplastar su cabeza contra el asfalto, luego lo agarré de los pies y lo lancé por los aires, y para rematar, salté sobre él, al escuchar los crujidos de la madera, supe que lo había derrotado. Más de pronto, una criatura inmensa emergió de la noche, era un ser conformado por multitud de cuerpos, ¡Una masa gelatinosa devoradora de hombres! Y en su interior me pareció ver los rostros deformados de Coll y David.

Escapé a toda velocidad, debía llegar al coche, la masa me perseguía sin piedad ni descanso, salté al arroyo que cruzaba el pueblo, crucé al otro lado y seguí huyendo.

La cueva. Tenía que llegar a la cueva. Mi único escape.

Llegué al coche, no lo había usado desde que volví de la excursión fatal.

Arranqué y salí del pueblo, pero ¡Horror! La masa gelatinosa todavía me perseguía, se movía a gran velocidad, podía verla por los retrovisores porque emitía una sobrenatural luz azul eléctrico. Aceleré al máximo. A lo lejos, vi la silueta de la montaña. Apagué las luces del coche y giré bruscamente por el camino que llevaba a la cueva, la masa pasó de largo.

Allí estaba, La entrada, como si nunca se hubiera esfumado, aunque era apenas visible. Pero algo me detuvo en seco. Una sombra. Una figura oscura, más negra que la propia oscuridad, se deslizaba hacia la entrada de la cueva. No podía ser real, pero ahí estaba. Por un momento pensé que era Coll, pero sus facciones no acababan de coincidir, aunque apenas pude apreciarlas debido a la velocidad de la persecución.

La sombra se movía con una velocidad casi inhumana, pero no me importaba. La seguí por los primeros pasadizos de la cueva, con cada paso, la humedad del lugar hacía que mis pies resbalaran sobre el suelo lodoso, pero no iba a detenerme. Debía atraparla. Mi respiración se aceleraba, cogí una piedra de buen tamaño con la mano izquierda, listo para todo, o eso pensaba.

Los túneles de la cueva eran retorcidos, parecía como si el lugar cambiara ante mis ojos, expandiéndose y contrayéndose como si la misma cueva respirara. De hecho, ni siquiera parecía la misma cueva de solo unos días atrás ¿O habían sido meses?. La sombra, siempre unos pasos por delante, parecía fundirse con las paredes oscuras, casi imposible de seguir. Pero yo lo hacía, tenía que hacerlo. El aire era espeso, cargado con un olor rancio y metálico, como si la muerte misma flotara en él.

Mi corazón latía con fuerza, y, de repente, tuve una extraña sensación de estar siendo observado. ¿Perseguido? Giré la cabeza con un brusco movimiento, pero no había nada. Solo las paredes frías y la oscuridad infinita. No, no podía ser. Yo era el cazador. Yo lo perseguía.

Pero cuanto más avanzaba, más sentía que algo, o alguien, también me estaba siguiendo a mí. No estaba solo.

Mis pasos se hacían cada vez más torpes, el eco de mis pisadas rebotaba en las paredes, pero ya no estaba seguro si el sonido provenía de mí o de algo que se deslizaba tras de mí. Me giré otra vez, casi esperando ver una figura, pero no había nada. O tal vez sí había algo, pero simplemente no quería mostrarse.

La sombra delante de mí ralentizó su paso por un segundo, lo suficiente para que la distancia entre nosotros se acortara. Corrí más rápido, mis piernas quemaban, el dolor irradiaba desde mis músculos, pero lo ignoré. Estaba tan cerca. Podía ver sus contornos, cómo sus brazos oscilaban mientras avanzaba por los angostos pasadizos.

Y entonces, en un giro abrupto, la sombra se detuvo en seco. Yo también me detuve, jadeando, la piedra lista en mi mano, listo para hundirla en la mollera de lo que fuera que esa cosa fuese. Pero algo no estaba bien. La sombra se dio la vuelta.

Sentí como si estuviera atrapado en un sueño. Cuando finalmente vi su cara, era mi cara. Era yo. Mi propio rostro reflejado en esa maldita sombra, distorsionado por la penumbra, pero inconfundible.

¿Acaso soy yo?

«¡No puede ser!», grité, dando un paso atrás. La cueva se sentía más pequeña, sofocante. «¿O es que has cambiado tu cara, puto demonio?»

La sombra sonrió, esa maldita sonrisa… llena de burla, triunfante. No era una sonrisa mía. Era suya. Una sonrisa que no pertenecía a este mundo. Me quedé congelado, paralizado por la visión. Mis ojos. Mis propios ojos. Pero de nuevo, algo en ellos estaba mal. 

Y en un movimiento rápido, antes de que pudiera reaccionar, me atravesó. Sentí el frío metal perforando mi abdomen. Un dolor agudo y profundo. No podía ser… ¡No podía ser real! Pero el dolor lo era, y la sombra, mi reflejo distorsionado, me observaba con calma mientras mi vida se deslizaba fuera de mí.

Caí de rodillas, la oscuridad de la cueva se mezclaba con la sangre que brotaba de mi herida, tiñendo todo de un rojo profundo. Pero antes de perder la consciencia por completo, un último sonido rompió el aire pesado de la cueva: gritos.

La luz de linternas me cegó, y de repente sentí manos sobre mí. Policías. Habían llegado, me estaban arrestando. Me zarandearon, me gritaban, pero no los escuchaba. No podía escuchar nada. Solo veía mi propio rostro en la sombra, sonriendo mientras se desvanecía en la oscuridad.

«Eran ellos. Me estaban siguiendo todo el tiempo.»

Y así llegamos hasta aquí, más o menos. Desde entonces, he vuelto a una dimensión normal, pero… no estoy seguro de si algo de eso fue real. El psiquiatra ha estado escuchándome, como lo hacen todos. Inexpresivo, anotando cosas, como si fuera un simple día de oficina para él.

«El tratamiento está funcionando,» dice finalmente, levantándose de su silla. «La medicación está haciendo que todo te parezca normal, Robles. No obstante, debo decírtelo una vez más, mataste a tus amigos, mataste a tu madre…»

—¡Cállate! ¿No has escuchado nada de lo que te acabo de explicar?

—El “demonio encorvado” era un anciano, la bestia con espinas era un perro, y el muñeco… era un niño, el niño que estaba paseando al perro, Robles—

Por un momento me parece que tiene razón, estoy loco, por eso el demonio tenía mi cara… yo soy…

El psiquiatra sigue hablando: —Estás enfermo, estás aquí para ser tratado—

Pero cuando lo dice, hay algo en la forma en que pronuncia «tratado». Esa voz. Mi mente vibra, siento que mi estómago se revuelve. La voz. La sonrisa. Algo no encaja. Lo reconozco. Me paralizo por un instante.

«Espera…» murmuro, mientras él ya va abriendo la puerta. Me cuesta respirar. «Tú… tú estuviste allí. ¡Tú fuiste el que vi entrar en la cueva!»

El psiquiatra no se gira. Solo se detiene un momento en la puerta y dice: «Aumenten su medicación.»

El mundo a mi alrededor comienza a girar, mi mente corre en círculos. ¿Es real? ¿No es real? Me doy cuenta de que nunca he estado en esa cueva. O quizá aún estoy dentro, y este demonio sigue jugando conmigo. ¿Realmente existieron Coll y David, o eran la representación que creó mi mente, de los amigos que nunca tuve? ¿De los miedos que nunca superé? No sé qué pensar, todo me parece una mentira.

Pero entonces, justo antes de que salga por completo de la habitación, lo veo. Lo sé. Es imposible no reconocerlo. Esa sonrisa. Él.

Todo mi cuerpo se tensa mientras cierro los ojos y repito en mi mente: Él no es real. Pero cuando los abro, ya se ha ido, dejándome con esa sonrisa clavada en el cráneo.

El caos sigue girando en mi mente, y siento cómo la realidad se me escapa. Me imagino… me imagino que lo sigo. Que va hacia su despacho, que abre un armario, y que allí está el cadáver del psiquiatra de verdad, con su mismo rostro, pero sin su sonrisa. Pero todo está borroso, ¿acaso esto es otra alucinación?

Sigo viendo todo en mi cabeza como si estuviera soñando, y en algún lugar más profundo de mi consciencia lo veo conducir hacia la cueva. No sé si es él o soy yo quien está volviendo a ese infierno.

Pero sé una cosa, yo nunca estuve aquí.

La desventura del señor Soucheiron

 

Cuando naces bajo una mala estrella lo sabes, pues su luz podrida te ilumina vayas donde vayas, parece que te va a caer un rayo hasta en los días soleados, sientes que una bala perdida te impactará viniendo de ninguna parte. Estás cansado, se te nota en los ojos la tristeza ilimitada de quién camina por la senda del fracaso constante. Lo has intentado todo, te has esforzado, pero no te queda energía, algún parásito emocional diabólico te la ha robado toda.

Pobre de ti, que comprendes a los ángeles caídos. Pobre de ti, pues has hecho del victimismo la única cuerda que amarra tu aliento y tu cordura. 

¿O acaso no has hallado en la lamentación tu aliado? Caminas cada noche a las alturas y lloras las palabras que de tu ruina componen la épica. Mírate, allí sentado, la visión es perfecta pero los ojos son inútiles, no miras nada, no dices nada, no escuchas nada, no piensas nada que no sea nocivo. Tristeza inerte. Depresión inmóvil.

 

Marc Soucheiron era un hombre tranquilo, rara vez una emoción lo hacía reaccionar de forma visible, pero su calma era sólo aparente, una tormenta concentrada luchaba por emerger desde dentro de su cabeza. Su cabello era rizado, como si las olas del mar tempestuoso que llevaba dentro escaparan por sus poros, moldeando la forma visible de su guardián. Sus ojos eran grandes, oscuros, caídos y profundos como un foso oceanico, llevaba unas gafas pequeñas y rectangulares, las sujetaba una nariz grande, ancha y recta, sus labios eran finos, y lucía una densa barba, de la que estaba muy orgulloso. Su aspecto general era más bien desaliñado, vestía ropa deportiva ancha, para disimular que hacía años que faltaba al gimnasio, y sus zapatos siempre estaban sucios, de tanto caminar por el barro.

 

“Cuando naces bajo una mala estrella, lo sabes, pues su luz podrida te ilumina vayas donde vayas.” Eso fue lo último que dijo el señor Soucheiron antes de subir las escaleras.

 

Las lámparas industriales de la pared parpadeaban al ritmo de los truenos. El sonido de los escalones metálicos retumbaba por la torre hueca. Marc Soucheiron se paró,  levantó la vista de sus pies, y al alzar el rostro, vio entreabierta la puerta que daba a la azotea; la luz gris de la tormenta iluminó su expresión fría y cansada. Y entonces lo recordó:

 

“Una vez soñé que subía muy apresuradamente por los escalones desgastados de una torre medieval en ruinas; en las paredes, incrustadas, había espadas oxidadas, y en el frenesí del sueño, sentía que debía retirarlas todas, y así, mientras corría, retiraba un arma tras otra de la pared, pero al hacerlo, todas se hacían añicos, se tornaban en polvo de óxido y caían tras de mí. 

Sin tiempo para lamentarme, seguía subiendo y sacándolas de la pared beige. Mi prisa era tal, debido a la sensación  –no, más bien, la certeza–, de que algo enorme y amenazante seguía mis pasos y mi supervivencia dependía de poseer algo con lo que pelear. En esta carrera demencial llegué a la parte superior de la torre, vi una puerta, y en ella había otra espada incrustada, la última, pero esta era dorada y brillaba con luz propia, y al extraerla, la puerta cedió y cayó. 

Salí a la azotea con el arma iridiscente aún en mi mano, y con el valor y el arrojo ilógico de un hombre que está soñando, me enfrenté a la presencia que me perseguía.

Entonces, un ser monstruoso emergió del umbral de la torre, pisando con sus pezuñas porcinas la misma puerta que yo había derribado; la luz iluminó sus piernas rosadas y velludas, luego su descomunal panza y finalmente su pecho y su deforme rostro de cerdo, y en esa cara brillaban dos pequeños e inteligentes ojitos negros, desproporcionados por su diminutez, pues su faz era enorme. La bestia sonrió dejando ver interminables hileras de dientes amarillos, y la rabia se apoderó de mí. Corrí a embestirlo, pero entonces desperté, y el duelo quedó inconcluso”.

 

Esas fueron las palabras que Marc expresó a su psicóloga dos meses antes, antes de que “el incidente” sucediera. Por la similitud del escenario no era de extrañar que pensara en eso ahora. Ella lo había atribuido a la ansiedad, interpretando los diferentes elementos como parte de una alegoría que representaba los procesos inconclusos en la vida de su paciente, así como sus emociones reprimidas. Pero dos meses después, a Marc ese sueño se le antojaba premonitorio; había tomado un matiz diferente, más real.

 

“Oh, pero no hay tiempo para el miedo, estoy demasiado cansado para sentir eso del terror; esta maldición es como una excavadora en la casa limítrofe a las siete y media de la mañana, y esta vez solo quedará uno; esta vez será el cansancio o yo”.

 

Era cierto, estaba hastiado. Marc había dedicado su vida al dominio de las artes gráficas, hacía años había trabajado como dibujante de cómics e ilustrador de cuentos infantiles, pero perdió su empleo debido al auge de las nuevas tecnologías, capaces de generar ilustraciones como las suyas, mucho más rápido y a un menor coste. Él consideraba que aquellos dibujos “no tenían alma”, pero en esos tiempos el alma era algo que aparentemente solo le interesaba al diablo.

Marc trabajaba ahora impartiendo clases de catalán a extranjeros en Barcelona, sus clases las pagaba el gobierno regional como parte de un plan para integrar a los nuevos ciudadanos de la ciudad. Marc odiaba su empleo, pero ¿Qué otra opción tenía? Estaba agotado de recorrer un camino de penurias que no parecía terminar jamás, sentía que desde el día de su nacimiento había caminado entre cemento, y que este no hacía más que endurecerse y dificultar aún más la marcha. La mala suerte había sido su única compañera, cada día. 

Cuando se levantaba por las mañanas siempre recibía una mala noticia, era parte de su rutina, ya no le quedaban amigos, su familia le había dejado de lado hacía tiempo, y jamás se enamoró, desdicha grande, en verdad.

 

Marc Soucheiron abrió del todo la puerta, y entonces: ¡gatos! Docenas, cientos o miles de gatos corrieron escaleras abajo, le pasaban entre las piernas, saltaban sobre él, maullaban y roncaban, se amontonaban alrededor de la entrada, tratando de pasar al interior de la torre a toda velocidad. A Marc siempre le habían gustado, pero estos gatos le ignoraban, y, a pesar de que no había nada visiblemente fuera de lo normal en ellos, estos gatos sí que tenían algo extraño; o quizás lo raro era que a Marc no le causara ninguna sensación de alegría verse rodeado de aquellos animales, algo que, en teoría, habría considerado un sueño y algo de lo más deseable.

 

Marc reparó entonces en una figura que sobresalía por encima de la horda felina, una especie de duende verduzco cuya maldad parecía poderse respirar a muchos metros de distancia, pues lo envolvía una atmósfera siniestra como la misma muerte. Estaba cubierto de la cabeza a los pies por harapos cenizientos, que dejaban ver, por los agujeros de las lúgubres túnicas, su piel de aspecto enfermizo y putrefacto. Su cabeza se encontraba cubierta por las telas grises, siendo imposible vislumbrar su aspecto.

 

Cansado, tan cansado que no reparó en la repentina ausencia de gatos, Marc caminó en dirección a la petisa criatura y, con voz firme, se dirigió a ella:

 

–Aquí te encuentro, estrella del abismo, guardián de la llave del pozo sin fondo, rey de la estepa azabache por la que tropiezan los hijos de Abel. Ahora, miénteme y dime que no eres tú quien me ha llamado–

 

Pero el duende no se inmutó.

 

–Acabaré contigo; mi mano será la daga que corte tu aliento, tu aliento que es daga y espina en el corazón de todos los hombres–.

 

Pero el duende no respondió.

 

–Mírame, soy tu verdugo; he sorteado al destino, he vencido al azar en su propio juego, he superado lo insuperable solo para dar contigo; soy tan poderoso que hasta el diablo y la muerte evaden mi presencia–.

 

El duende subió su mirada bruscamente al oír esto; las telas cayeron al suelo encharcado, dejando ver el vacío donde debería estar su rostro, pues su cabeza consistía en una masa de carne colgante y verdosa, sarpullidos y pelos sueltos. Avanzó un solo paso y se paró en seco.

 

Marc estaba paralizado de espanto. De pronto comenzó a notar un fuerte zumbido en sus oídos, seguido de fuertes alaridos similares a los que emiten los monos. Este último sonido se fue distorsionando hasta convertirse en un incesante chirrido, como el de una sierra mecánica, pero cien veces más fuerte.

 

Cayó al suelo, incapaz de soportar el dolor; era como tener alojada una centrifugadora industrial en su cabeza. Lentamente el sonido se fue apagando, y entonces llegó el silencio; el campeón de todos los silencios entró triunfante a la plaza en su carro de hielo. La sangre brotaba de sus oídos como un manantial de vida y de muerte.

 

Sus ojos buscaron el cielo, o más bien buscaron a Dios en el cielo, pero solo encontró más locura. Estaba tirado en el suelo de la azotea, pero no era la misma; vio que los edificios a su alrededor habían crecido y habían ocultado el firmamento. Eran edificios grises y sin ventanas; se habían estirado tanto que cubrían el cielo, y de este Marc sólo pudo vislumbrar un pequeño cuadrado azul, tan minúsculo como lo es la tierra para el sol. De hecho, quizás solo era una mota de agonía en su ojo.

 

El señor Soucheiron quiso gritar, pero temía no escuchar su propia voz. Se dirigió entonces al punto azul, el supuesto último resquicio del cielo, y rogó a Dios para sus adentros.

 

–Dios no puede ayudarte, está siendo descuartizado vivo–.

 

Estas palabras, o más bien el concepto de estas palabras, se habían colado en el subconsciente de Marc, y la criatura ahora estaba encorvada sobre él. El duende abrió el ponzoñoso revoltijo de vísceras que era su rostro para mostrarle a Marc el macabro esbozo de una sonrisa, o lo más parecido a una sonrisa que puede imitar el diablo.

 

–Aún esperas a ese cerdo de ojos astutos, pero él tampoco está de tu lado–.

 

-Yo ya no espero nada – replicó Marc, mientras trataba inútilmente de incorporarse.

 

–Yo soy la figura de contorno borroso que vaga por el campo de batalla, fotografiando los cadáveres de los héroes caídos. Soy el observador consciente que modifica el comportamiento de las estrellas con sólo contemplarlas. Tú vienes aquí buscando respuestas, buscando venganza, solo has encontrado tu final, y estás solo, solo ante mí, te tengo a mi merced. ¡Estás solo!

 

El duende gritó con tal fuerza que Marc sintió cada milímetro de su piel cambiar de sitio, la desesperanza cayó como un martillo descomunal sobre su ánimo, y vió hundirse su cuerpo en el suelo desde arriba, como si volara a cinco metros sobre su cadáver, sintió la presión de cien atmósferas empujando su espíritu al abismo, su visión volvió a su cuerpo, pero no se quedó allí, sino que siguió bajando. Con cien manos etéreas se agarró a sí mismo, y sin darse cuenta, su alma fué el lastre que hundió su “yo” físico en las tinieblas. 

 

Así bajó todos los pisos del edificio, uno a uno, las escaleras de metal por las que había subido cedieron frente al peso invencible de su caída. También cedió el frío suelo de hormigón del sótano, pero aún así siguió bajando. Era una caída a velocidad constante, sin aceleración, sin verse alterada en lo más mínimo por el material que atravesaba. Y pasó a través de las ruinas de ciudades antiguas, y escuchó el eco de su música, casi silenciado por la canción de las ciudades nuevas. Y siguió cayendo entre fragmentos de historia enterrada, donde huesos rotos y herramientas oxidadas se mezclaban con raíces titánicas de árboles olvidados. Atravesó las capas de la tierra como un fantasma que ignoraba barreras físicas, pero no lo hizo con rapidez.

 

Era como hundirse en lodo, cada metro recorrido era un forcejeo eterno, una lucha desesperante contra una densidad intangible que lo envolvía como un abrazo maldito. La caída no era una caída; era un descenso lento, agónico, tan pausado como caminar a paso lento, como si el tiempo mismo estuviera tratando de detenerlo y prolongar su tormento.

 

Cada capa de la tierra era un mundo en sí mismo, y Marc las atravesó en un proceso que pareció durar siglos.

 

Primero, atravesó la corteza terrestre, ese mosaico de rocas y minerales comprimidos durante eones. Aquí avanzó durante meses, aunque el concepto del tiempo ya no tenía sentido. Vio pasar depósitos de cuarzo que brillaban como pequeños faros en la inmensidad. Sintió las placas tectónicas crujir bajo su peso, como si la tierra misma protestara por su presencia. Aquí olvidó casi todas las cosas que había aprendido. La historia del arte, los datos interesantes y la letra de sus canciones favoritas.

 

Llegó al manto superior, donde el calor comenzó a abrazarlo. La roca era sólida pero iba moviéndose muy lentamente como un fluido. Era un descenso a través de una resistencia abrumadora, como si cada molécula lo arrastrara hacia atrás, obligándolo a sentir el peso de los millones de años que conformaban aquel reino geológico. Aquí olvidó el nombre de las personas más cercanas, la idea que tenía de la mayoría de sus allegados se desvaneció como humo blanco entre la niebla. Solo quedaba el eco de sus voces, lejanas e indistintas. 

 

En algún momento entró en el manto inferior, un abismo de magma denso y rocas sometidas a presiones monstruosas. El calor era insoportable, pero no había un cuerpo físico para ser destruido, la imagen de sí mismo a la que Marc se había abrazado, había sido paulatinamente erosionada hasta que solo quedó una idea absurda. El calor lo envolvía, pero el frío de la soledad lo atravesaba. En esta capa, olvidó las pequeñas alegrías diarias, las risas y los momentos simples que solían iluminar su vida.

 

Finalmente, llegó al núcleo externo, un mar de hierro y níquel líquido que parecía un océano infinito. Aquí, todo se movía en un caos absoluto, pero Marc continuaba cayendo con la misma exasperante lentitud. Aquí olvidó la esencia misma de su ser, la identidad que lo definía. Ya no recordaba quién era ni por qué había llegado hasta allí. Las preguntas que alguna vez tuvo se habían disuelto como el hierro derretido. El concepto de necesidad era algo inexistente.

 

Y al fin, llegó al núcleo interno. A medida que se hundía en este hierro sólido, más caliente que la superficie del sol, el tiempo dejó de importar. Era un tambor eterno que marcaba el pulso de la existencia, y Marc lo atravesó tan lentamente que parecía haberse detenido en algún punto. En el centro de la tierra, en el punto donde todo se funde, olvidó incluso la necesidad de recordar. Se convirtió en un garabato mal hecho de sí mismo, o peor, en uno de aquellos dibujos sin alma que generaban las máquinas, una chispa perdida en el mar de fuego infinito del olvido eterno. Finalmente el rostro de sus padres también se desdibujó en su memoria, y para terminar con todo olvidó su propio nombre.

 

A esta velocidad, descender los 6.371 kilómetros que separaban la superficie del centro de la tierra, le había tomado más de 50 años, y cada instante fue un suplicio.

 

Cada capa le arrancó algo: un recuerdo, un pensamiento, una emoción, hasta que al llegar al centro ya no quedaba nada de lo que había sido. Allí, en el corazón del planeta, su espíritu no encontró luz ni oscuridad, sino una sensación indescriptible de vacío absoluto, como si la tierra hubiera devorado su esencia para alimentar algo mucho más grande que él.

 

Y mientras se disolvía en la vibración eterna del núcleo, comprendió que su tormento no había sido solo un castigo, sino una forma de revelar la naturaleza cruel y paciente de todo lo que existe.

 

Calma. Por fin, la paz.

 

-No.

 

“No puedo dormir”.

 

-Chico, algo no te deja dormir.

 

-¿Qué es esto?

 

-Chico, algo no te deja descansar. 

 

-¿Qué pasa?

 

-Levántate.

 

-¿Qué?

 

-”LE VÁN TA TE”.

 

Un diminuto cuadrado azul, una pincelada celeste en un infierno pintado de gris. Y de pronto, una idea. Un halo de luz fuera del espectro de colores que percibe el ojo humano.

 

-”Pero estos no son mis ojos”.

 

Un cuadrado azul, y a su alrededor, los edificios se estaban agrietando, y entre las grietas avanzó la luz, y quiso llegar al chico que se había hundido hasta el fondo del abismo. Y la luz llegó a él a través del fuego, las rocas y la oscuridad. Llegó hasta él en forma de idea, y por eso pudo verla, y pudo ver también que iluminaba el mundo. Su mundo. Entonces lo pensó.  

 

-”Una mala estrella, sigue siendo un faro”. 

 

Un esfuerzo descuidado, un dolor incomprensible para cualquier otro ser vivo, pero Marc recogió sus pasos. Las entrañas del infierno lo gestaron, mecido por el magma, el dolor fué su cuna, y la estrella del abismo le guió a la salida. Aquella ciudad sin ventanas se derrumbó bajo el peso de la luz. 

 

-”Ahí fuera solo quedan escombros”.

 

En las ruinas de la ciudad sin ventanas nació una flor, tenía los pétalos blancos y el tallo de un verde vibrante, las raíces de la flor eran enormes, y su dureza era máxima, horadaron el suelo a toda velocidad, causando la destrucción, recorriendo en segundos el camino hacia el centro de la tierra, y abrazaron al chico que hundió su corazón en el vacío. Y a su alrededor formaron un muro invencible que se elevó hasta la superficie. Una torre subterránea de seis mil kilómetros. Y Marc sintió un poder abrasador, un ímpetu infinito que le otorgaba una la fuerza y la agilidad para saltar entre las paredes de la torre, impulsándose hacia arriba. Y en su acometida brutal de esperanza desesperada volaba sobre miles de escalones inútiles, y veía de reojo las sombras grises de miles de espadas oxidadas, incrustadas en las paredes de madera y piedra, un recuerdo de un sueño. Miró hacia abajo y vió también al hombre-cerdo que le acosó en aquel mismo sueño, pero no sintió miedo, sino alivio, y cuando volvió a mirar hacia arriba vió la luz. Abrió la puerta de la que emanaba la luz por su rendija, pero no daba al exterior, sino a una habitación, una habitación en su cabeza, cimentada con dudas. 

 

Era una habitación cenicienta, y sin ventanas, era muy luminosa pero no había ningún foco de luz, como si ésta brotara del aire mismo del lugar. Cuando el cerdo entró, no rompió la puerta, ni tampoco la cerró tras de sí. De un fuerte hachazo creó una hendidura en una de las paredes, y Marc pudo asomarse para contemplar la escena que acontecía al otro lado. Se vió a sí mismo entrando por el agujero de una valla metálica hecha trizas, vió como entraba en la fábrica abandonada, y como subía los escalones hasta la azotea. Un gato que le pasaba entre las piernas, su incapacidad para saltar, su falta de agallas. Se vió recurrir a su segunda opción, cuando sacó del bolsillo un papel grande, que envolvía los somníferos que se tragó, no sin titubear. Marc lo entendió y lo recordó, entonces el peso de la vida volvió a él como un impacto.

 

La oscuridad no fue tan misericordiosa como él había esperado. Cuando sus ojos se abrieron, sintió cómo su cuerpo se retorcía, negándose a dejarle marchar. Un torrente amargo le subió por la garganta, y vomitó los restos de su derrota: somníferos medio disueltos, como pétalos marchitos en una tormenta. Era como si su alma, aferrada aún a algo, escupiera el peso de su decisión. El espasmo final lo dejó exhausto, inclinado sobre sí mismo, con el aliento quebrado y las manos temblorosas sobre el suelo frío. La bilis amarga aún quemaba su garganta, y las lágrimas, incontrolables, le velaban la mirada como la cortina blanca de un motel barato. Fue entonces cuando lo escuchó.

 

—¿Estás bien? —susurró una voz, dulce como una caricia, un timbre que parecía flotar en el aire, ajeno al peso de su miseria.

 

Marc intentó alzar la cabeza, pero sus ojos, cegados por el llanto, solo vieron manchas borrosas danzando en la penumbra. Otro espasmo lo derrumbó y vació todo lo que quedaba dentro de él. Finalmente, cuando el llanto disminuyó y sus ojos pudieron abrirse al mundo, buscó con desesperación la fuente de aquella voz. Pero no había nadie. Sólo dos figuras negras como fragmentos arrancados de la noche, dos gatos de ojos como brasas apagadas, que lo observaban desde una esquina de la azotea. Uno se acercó despacio, deslizando su cuerpo ágil por el suelo como una sombra encarnada, al pasar junto a él, su cola rozó la mano temblorosa de Marc. El segundo se quedó atrás, observándolo, inmóvil. Marc no supo si aquello era un consuelo o una advertencia. Los ojos de los gatos brillaban con un halo de misterio que no se atrevió a descifrar, pero en su silencio, algo cambió. Y aunque no entendió por qué, sintió que la voz dulce seguía allí, en algún lugar más allá de su alcance, esperando su respuesta, pero él sabía que no iba a responder jamás. 

 

Y así terminó la desventura del señor Soucheiron.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *